Don Agustín era ese tipo de creyente abnegado y cálido, que todo pastor desea tener. Con sus casi ochenta años, mostraba las virtudes de haber experimentado una buena vida. Era afable, bondadoso, y templado. De rostro agradable y sonrisa tímida, siempre ganaba la confianza de todos, y especialmente de los más pequeños. Siempre llegaba temprano. Dentro de la capilla, me solicitaba motivos para orar, y se compenetraba silenciosamente por largos minutos. Sus hijos, ya profesionales, no dependían de él; estaba viudo desde hacía cinco años. Con generosidad ilimitada, colaboraba en todo lo concerniente a la economía de la iglesia. Cada cierto tiempo, propio de su edad, su salud decaía, y esto lo llevaba hasta terapia intensiva. Era entonces cuando sus hijos me llamaban, para que orara por él. Siempre que le visité, su recuperación fue asombrosa. A los pocos días, su salud se mostraba en la mejor forma. Este círculo de dependencia se fue creando de a poco. El decaía, sus hijos me buscaban y él se recuperaba. La última vez su semblante decía otra cosa, y me insinuó la necesidad de encontrarse con su esposa, de la que todavía seguía profundamente enamorado. De regreso a la iglesia, encontré a los hermanos reunidos orando por Don Agustín; y una hermana me confrontó con lo siguiente:-¿No cree pastor que Don Agustín ya debe partir con el Señor? ¿Por qué insiste en retenerlo y no dejarlo ir? Nosotros vamos a estar con usted y apoyarlo en todo. Quédese tranquilo… ¡Déjelo ir! –Estas palabras retumbaron en mis oídos y me dejaron pensando. Por primera vez consideré la posibilidad. En mi interior me negaba dejarlo ir, porque para mí era el creyente modelo. ¡Lo necesitaba de verdad! Era un buen colaborador de la obra. Reuní a sus hijos en la última visita, frente a la sala de terapia intensiva. Le hablé de su deseo de partir y descansar de su largo viaje. Ellos consintieron, entraron para despedirse y salieron a los pocos minutos. Ingrese para estar con él, le agradecí todo lo que había hecho por mí y por el Señor.
-Es hora de partir, Agustín. Creo que te esperan tus grandes amores del otro lado.
– Le dije al oído.El cerró sus ojos y sonrió.La máquina de las pulsaciones fue dejando su ritmo regular lentamente. Los médicos ingresaron para resucitarle, pero él ya estaba en camino a su nuevo hogar.ReflexiónHe visto muchas otras aplicaciones al siguiente versículo:-“Todo lo que atares en la tierra, será atado en el cielo…”
– (Mt 16. 19; 18.18 – RVR 1960)Pero nunca lo había meditado desde este afecto nuestro, que “detiene” a nuestros seres queridos más allá de posible. La Palabra también dice:
– “Porque fuerte como la muerte es el amor; duros como el Seol los celos” – (Cantares 8. 6 – RVR 1960)Lo que estaba pasando con Agustín, no era un acto programado, ni consciente; y nunca lo medité así. Pero otros habían percibido ese “lazo”, que impedía su partida. ¡Cuánto puede hacer un corazón que no suelta! ¡Cuántos de estos sentimientos nuestros van tomando el tenor de caprichosos deseos que atan! A muchos nos cuesta ceder, dejar ir; y esto altera dramáticamente la realidad de otros. ¡Cuántas decisiones nuestras están siendo el marco para que las cosas no se den en los demás! No somos dueños, ni tenemos derechos sobre otros. El verdadero amor es entrega incondicional, y nunca cárcel que apresa. Madres y padres que no liberan el destino personal a sus hijos. Pastores y ministros que no sueltan el ministerio individual a sus miembros. Esposos y esposas que no dejan que su pareja alcance su propia realización personal, etc. Tal como nos demostró Nuestro Señor en la cruz, nunca su amor fue una trampa, ni un encierro, sino un lugar libre para elegir. Dejemos que las cosas y especialmente los afectos, tomen libremente su lugar junto a nosotros.
Pastor Rubén Herrerawww.cuentosdelpastor.com
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